La soledad es una perra. O eso pensaba yo.
No es solo estar sola. Es sentir que nadie te entiende. Puedes estar rodeada de gente, hablando, riendo, existiendo, y aun así sentirte fuera, como si estuvieras mirando desde el otro lado del cristal a un mundo al que no perteneces. Es saber que eres distinta, y sentir que tienes que explicarlo, justificarlo o encogerte para no incomodar a los demás.
Es un tipo de aislamiento difícil de poner en palabras, sobre todo cuando eres creativa. Cuando tu cabeza funciona de formas que no encajan del todo, esa soledad se vuelve más profunda. No es solo emocional. Es soledad creativa.
He sentido toda mi vida que hablo un idioma que nadie más entiende. Como si me hubieran soltado en un mundo donde todo el mundo recibió un manual menos yo. Intenté seguir las reglas, intenté ser lo que se esperaba, pero nunca me salió natural.
No era de esas niñas que tenían claro lo que querían ser de mayores. No iba por ahí. Y cuando veía lo fácil que les resultaba encajar, me preguntaba si yo era el problema.
Esa sensación nunca se fue del todo. Incluso ahora me cuesta sentirme entendida. Especialmente cuando lo que hago no cabe en un solo título. La gente quiere encasillarte: “¿Y ahora qué haces? ¿Sigues con la música? ¿Sigues con las joyas? ¿Sigues en diseño?” Como si tuviera que elegir una sola cosa para ser válida. Pero es que no soy solo una cosa. Nunca lo he sido. Nunca lo seré.
Y eso es lo que más pesa de esta soledad creativa: que hace casi imposible explicarte. ¿Cómo cuentas quién eres cuando no entras en ninguna de las casillas que el mundo entiende? ¿Cómo haces que crean en lo que haces si ni siquiera saben cómo nombrarlo?
Y he ido entendiendo que esa soledad creativa también se alimenta de cómo vivimos online. Ya no estamos conectados con la realidad, sino con vender nuestra creatividad. La mostramos más de lo que la habitamos. Y en ese ruido, se pierde lo que somos de verdad.
He pasado años intentando mostrarme de una forma que encajara. Ser más clara. Más presentable. Más… digerible. Y cada vez que lo hacía, sentía que me estaba traicionando. Porque la verdad es que no encajo. Y quizás eso no sea un defecto. Quizás es lo que vine a hacer: no encajar.
La soledad me ha acompañado desde que tengo memoria. Pero últimamente pienso que quizá no vino a romperme. Quizá está aquí para recordarme que no tengo que pertenecer a un mundo que no está hecho para mí.
Puedo construir el mío.
En algún momento dejé de esperar que me entendieran. Si este mundo no tiene espacio para mí, haré uno que sí. Uno donde no tenga que justificarme, donde mi curiosidad no sea un peso sino una potencia. Dejé de meterme en lugares que me achicaban y empecé a expandirme en espacios que todavía no existían. Y si no estaban ahí, los invento.
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